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Hacía años, muchos, que no tenía una entrevista de trabajo.

Un headhunter me había contactado semanas atrás. Habiendo verificado (un par de llamadas y una cita en persona para contrastar sus referencias y validar mi CV) que mi perfil encajaba en lo que requería su cliente, me había concertado una “conversación informal” con uno de los socios de la compañía. Se trataba de un primer filtro para acceder a las pruebas técnicas que, llegado el caso, constituirían el turrón del proceso.

A la hora acordada nos enchufamos, cada uno por su lado, para vernos a través de las pantallas (tableta él, portátil yo, con parte de la vitrina de la vajilla asomando por detrás de mi cabeza). Hablamos sobre mi trayectoria, los porqués de ciertas decisiones y las funciones ejercidas en uno y otro sitio, incluida descripción de un par de proyectos en los que participé activamente.

Hasta que cae la pregunta esperada.

Era tan previsible como que la noche sigue al día. Es la cuestión estrella de toda conversación personal con un reclutador. Vamos, que no sorprende a nadie. Yo mismo la he tirado en cada una de las cientos de entrevistas que he hecho del otro lado. Puede adoptar distintas formas dependiendo de cómo se formule y de la originalidad de quien lo hace, pero el fondo es siempre el mismo.

El caso es que ahí estaba yo, respondiendo a cada envite en la certeza de que mi interlocutor no tardaría en espetarla, como si lo hablado hasta entonces no fuesen más que prolegómenos superfluos, un mero calentamiento previo antes de ir al grano:

“¿Cuáles son tus puntos fuertes? ¿En qué dirías que destacas más?”

Y empiezo a vacilar.

Hablo de capacidad analítica, sí. De mis destacadas aptitudes técnicas, de mis facultades para la modelización. Le cuento, claro, que soy un profesional muy sólido, que busco la excelencia con criterio, que no me vale cualquier cosa, que voy siempre más allá. Que soy preciso en el contenido y en la forma.

Sin embargo, me quedo ahí, dando vueltas a lo mismo con otras palabras.

Me dejo en el tintero montones de cualidades.

Omito que soy honesto, íntegro, leal, sincero, con un alto sentido ético. Que soy una persona tranquila, serena y ecuánime, de gran autocontrol. No le cuento que tengo empatía, que me pongo en el lugar del otro y acepto distintos puntos de vista, que soy asertivo y respetuoso.

Me callo que soy responsable y muy disciplinado, constante, generoso en el esfuerzo, y que tengo una enorme fuerza de voluntad.

No le digo que soy un tío auténtico que trata por igual a superiores, compañeros y subordinados, y tampoco le expreso que se puede confiar en mí, que soy buena gente.

Pero, sobre todo, me queda la sensación de que comunico sin el convencimiento de un mensaje poderoso.

La importancia de saber venderse

¿Por qué nos cuesta tanto vendernos?

Siendo mucho mejor “producto”, hay quien por no mostrar un envoltorio atractivo pasa desapercibido, o bien no luce tanto como merece.

Por el contrario, hay tipos del montón como “producto” que no tienen reparo en darse un autobombo impudoroso, que narran sus logros como proezas y que además suelen camelarse a los de arriba con una comida de oreja constante.

Estos últimos son vendedores profesionales de sí mismos. Los primeros están vendidos.

Por muy buenos que seamos, por muy cuidadas que hagamos las cosas, por más que nos comprometamos, si no sabemos vendernos nuestro trabajo pasará inadvertido o se dará por hecho.

Seremos invisibles.

Hemos de tomar consciencia de esta dificultad que supone una gran barrera para nuestro desarrollo.

Vencer la timidez para mostrarnos más. Ser capaces de expresarnos, opinar, interactuar, levantar la mano, para ponernos en valor. Salir de nuestro espacio natural, ser más proactivos que reactivos, proponer y hacer, tomar la iniciativa y que se vea.

Si no damos ese paso seremos pisoteados y nos estaremos faltando al respeto a nosotros mismos.

Muchas personas “pinchan” no porque no valgan, sino porque no han desarrollado una “estrategia de venta” de sí mismos. Siendo excelentes profesionales, mucho mejores que el resto en el fondo y en la forma, son relegados por no saber venderse.

Y no venderse es estar vendido.