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La veo caminando calle abajo en un chispazo. Es un fogonazo rápido, un flash a bocajarro a escasos metros de cruzarnos, insuficiente para distinguir los rasgos de la chica con la que pasea pero lo bastante lúcido para reconocerla a ella de golpe. Rápido de reflejos, en tales circunstancias me basta un pestañeo para registrar una cara en el sistema y sacar de él acto seguido nombre y apellidos junto con las coordenadas espacio-temporales en que la traté. Así que a pesar del ínfimo tiempo de exposición (o velocidad de obturación, que dirían los fotógrafos) no tengo duda de que es ella.

El espacio es el colegio, nuestra ciudad natal, lejos de la que ahora habitamos ambos desde que crecimos y dejamos de ser adolescentes. El tiempo la infancia, muchos años de vivencias compartidas desde parvulario hasta octavo de EGB culminando con la graduación que suponía el fin de una etapa, el inicio de una vida nueva.

Quiso el destino que siguiéramos caminos paralelos, ya no en la misma clase pero sí en el mismo instituto, durante aquellos cuatro cursos en que dejamos de tratarnos directamente pero en los que nunca dejamos de saludarnos al cruzarnos por los pasillos, en el patio o en alguna incursión nocturna por los entresijos de la juventud. Y, en un giro casi rocambolesco, todavía más allá, yendo a parar a la misma facultad, a estudiar la misma carrera (no en el mismo grupo tan sólo por el orden alfabético) y viviendo en la misma ciudad universitaria a escasos 100 metros uno de otro; con lo que nuestros encuentros, si bien más esporádicos, no fueron algo insólito tampoco en ese tercer ciclo vital para los dos.

Vidas paralelas. Cada uno la suya, pero ambas bajo el mismo guion durante infancia, adolescencia y juventud. Aunque sin interacciones muy profundas, coincidir con ella siempre me despertaba recuerdos de aquellos felices años de colegio.

Alguna que otra vez volví a verla desde entonces, hacía mucho ya desde la última. Supe poco de ella hasta que una amiga común me puso al tanto de una desgracia personal que zarandeó su vida y dio al traste con sus ilusiones. Lo sentí muchísimo y, aunque me faltó decisión para ponerme en contacto, la tuve muy presente.

Por eso, cuando en ese instante la veo y paso de largo no me reconozco. Siento una extraña disociación, como si el que no se ha detenido fuera otro. Y en cierto modo lo es, pienso preocupado. ¿Tan mezquino soy como para negarle el saludo, como para renegar de esos orígenes que ella evoca? ¿Soy realmente yo o es mi inconsciente? ¿Qué carajo estoy haciendo? No es esa la actitud que quiero cultivar, cago en todo. Nada hay de crecimiento, de desarrollo, de aspirar a ser mejor “yo mismo”, en un comportamiento tan rastrero.

Cuando llego a la otra acera no tengo ni siquiera el valor de girarme. Para entonces ya habrá desaparecido por la esquina, me digo mientras alcanzo el portal, deseando que ella, entretenida como iba en la conversación, no me haya visto y piense que me he vuelto un gilipollas.