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Aún es pronto cuando llego. Una azafata impresionante registra mi nombre en la lista y me invita a pasar a un hall en el que algunos chavales charlan en corro, visiblemente intranquilos. Ser los diez elegidos entre trescientos candidatos les ha brindado la oportunidad de pasar una semana de “retiro” formándose bajo las directrices de expertos en disciplinas variadas relativas al emprendimiento. Acaban de volver de esa semana y hoy expondrán sus proyectos ante un público de inversores y gente supuestamente afín al mundillo.

En esas estoy cuando un chico que se me ha acercado (intrigado sin duda al ver entrar al único tío trajeado de la sala) me pregunta que si soy inversor. No parece desilusionarle la respuesta, y quizá para aparcar su ansiedad me interroga acerca de a qué me dedico y de qué me trae por ahí.

Me explica cómo ha llegado él a esta ronda final de presentaciones a business angels. Es de Rumanía y estudia 4º de aeronáuticas. Desdeña la factible salida hacia firmas de consultoría o banca de inversión: hace tiempo que tiene la inquietud de crear algo propio, “el gusanillo de emprender”, como dicen ahora.

Se le ve espabilado, con mucho desparpajo a pesar del nerviosismo. Un punto descarado incluso, más echado para adelante que su gemelo, con quien forma tándem en el proyecto que lidera. Que me parece cándido hasta el extremo, por cierto, aunque eso me lo quedo para mí; al contrario, le transmito mi apoyo, que agradece sincero.

Las presentaciones resultan ser un fiasco generalizado, a pesar del aura de apoyo a start-ups que intenta imprimirle al evento la marca patrocinadora. Los proyectos rayan la sonroja por inocentes (observo caretos a cuadros en los seis inversores que ocupan el sofá de “jurado vip”), y las pobres dotes de comunicación de los ponentes, sumadas a una insuficiente falta de preparación de sus propuestas, no maquillan el bochorno en muchos casos.

De los diez me gustan dos.

Uno, el de la ganadora, una chica que ha aportado algo distinto al presentar y cuya idea se apoya en el modelo de plataforma “agregadora” de oferta y demanda en un nicho que dice conocer bien.

El otro, el de un tipo vestido de manera estrafalaria, estilo hipster o como lo llamen (pantalones pitillo por debajo de las pantorrillas que dejan al descubierto unos calcetines infames, camisa multicolor extravagante; todo ello aderezado con un bigote muy negro que le da un asombroso aire a Freddy Mercury).

Son la honrosa excepción al desastre colectivo, y tal panorama me lleva a pensar en si esto del “boom” emprendedor no se estará yendo de las manos y acabará llenando de pájaros la cabeza de muchos chicos como estos.

La persona más allá del proyecto

Aun así, admiro la iniciativa de los chavales, su esfuerzo, su tesón, sus ganas de emprender. Su inconformismo, su voluntad de salir adelante por méritos propios, sin depender de nadie más que del compañero con quien forma equipo y con quien comparte esa ilusión.

Y entonces me doy cuenta de que ni harto de brevas metería un solo euro en el proyecto del rumano (antes se lo daría con gusto para un café), pero sí que “invertiría” en él.

Con 21 años está muy verde todavía, pero es inquieto, inteligente y muy “zorro”. Apunta maneras resolutivas, casi de buscavidas. E ingeniero, ojo. Aunque su proyecto resulta el peor votado por el público, se me antoja sobresaliente con respecto al resto de finalistas en actitud y potencial.

Dejando de lado las ideas, miro ahora a las personas.

Y sí, si tuviera que apostar por uno de los diez, mi “caballo” sería el rumano.

Hoy me llevo esa lección. Reflexiono sobre ello cuando salgo del local y camino calle arriba, bajo el frío de la noche húmeda, en busca de un taxi.

Recuerdo el Who would you bet on?, de Conor Neill.